También de buena hora, suena el despertador. Son las 6,30 de la mañana y es preciso comenzar pronto el viaje, ya que Saint Michel tiene algunos peajes. Es tal la nombradía del enclave, que es literalmente asaltado por multitudes que se enseñorean de un paraje por definición solitario y de difícil acceso.
La aproximación es progresiva. En medio de la llanura normanda, Saint Michel aparece como una ensoñación. Borrosa primero, nítida después, y siempre sorprendente. Una abadía literalmente colgada en la montaña que crece sobre formas imposibles.
Y si esa es la percepción exterior, todavía es más sorprendente el interior. Criptas, iglesia abacial románica de proporciones considerables, claustro bellísimo del siglo XIII, sala capitular, scriptorio, estancias varias que se superponen unas a otras, articulan un mundo en vertical donde todo está articulado en niveles – peregrinos y labradores, soldados, y monjes. Finalmente, la iglesia abacial, presidida por la flecha con San Miguel guerrero “¿Quién como Dios? Nadie como Dios” cantamos en Oteiza en la procesión en honor al arcángel, patrono también de la localidad.
Hoy la abadía está servida por una doble y pequeña comunidad de monjes y monjas pertenecientes a la congregación de Jerusalén, una de las nuevas congregaciones surgidas en los últimos lustros.
La visita la hemos realizado con una guía bretona que halaba un correcto español, y en un diálogo a tres, ella, Trinitat y yo, hemos procurado subrayar los aspectos más interesantes en el orden histórico, artístico y religioso.
Otra cosa bien distinta es la estancia fuera de la abadía. La población, de una sola calle, está literalmente invadida de personas, más turistas que peregrinos, que colapsan físicamente la empinada calzada que comunica la abadía con la puerta de entrada. Con cierto agobio conseguimos salir de la marabunta, que sigue llegando a pie y en unos autobuses preparados al efecto desde las áreas del parking exterior. Creo que Saint Michel tiene un problema, que puede morir de éxito si no se toman medidas drásticas para limitar su visita.
Por tierras de polders ganados al mar, tras la comida, nos acercamos a Saint Malo. Esta villa marinera, que mira al océano y a las Indias Occidentales, está ligada a las hazañas marinas, los armadores y la figura de Chateaubriand. La tarde es espléndida y el primer veranillo se hace presente. Rodeada de murallas y con playas ya frecuentadas en su entorno, sus ciudadanos no quieren desperdiciar un día de sol, porque aquí no se sabe cuando hará presencia nuestro astro en una siguiente oportunidad.
Tras dar la vuelta completa a la ciudad por el paseo de la muralla, -no en vano está hermanada con Lugo-, nos quedamos en la plaza del ayuntamiento, ubicado en la fortaleza portuaria, para tomar una cerveza y disfrutar del día. Es viernes, hay ambiente y el enclave es muy hermoso.
Realizada la visita, salimos hacia Saint Breuc, ciudad en la que tenemos reservado el hotel. Otra hermosa bahía, como en Saint Malo, acoge la ciudad. Nos albergamos en un gran cuartel rehabilitado con gusto y estilo. Techos altos, mansardas, ladrillo visto, porte señorial y un gran reloj articulan una plaza cuyo edificio gemelo alberga la Escuela de Bellas Artes de la localidad.
Tras la cena, a base de sabrosísimos crepes bretones y sidra, nos retiramos pronto a la habitación, no sin antes, al igual que el año pasado en Amiens pero sin el Madrid, ver el partido de la final de la Champions. Pese a ser dos equipos ingleses, tras un juego miedoso y mediocre, el Liverpool se impone al Tottenham. A dormir, que la intensidad del recorrido nos obliga a madrugar y el despertador sueña enseguida.
Gran jornada, con una joya inevitable, Saint Michel, y una tierra y un paisaje singularmente hermoso. Bretaña no defrauda.