El pasado 7 de mayo, titulaba esta misma sección “La educación ante el nuevo curso”. Mi línea argumental era la siguiente: la crisis del coronavirus y el consiguiente cierre de las aulas ha demostrado lo perturbador que resulta para una sociedad desarrollada no tener bien resuelto un derecho y un deber que nos parecía obvio: que nuestros niños y adolescentes vayan diariamente a clase, con las rutinas sociales que esto comporta. Sin obviar lo negativo de la situación, señalaba que gracias al esfuerzo de todos, el curso se había salvado mejor de lo previsto. Pero insistía en que lo verdaderamente importante era que el curso próximo -ése que está a la vuelta de la esquina- comenzase de forma normalizada. Nos iba mucho en ello, ya que la enseñanza presencial implica no solo normalidad académica, sino también una ayuda inestimable a la normalidad social y económica. Finalizaba señalando los que, a mi juicio, eran los dos objetivos irrenunciables: garantizar la salud de todo el colectivo implicado y asegurar la enseñanza presencial de todo el alumnado. Los datos que hemos ido conociendo a lo largo de los meses de mayo, junio y julio apuntaban en la buena dirección: el protocolo de vuelta a clase previsto en el departamento era ponderado en los medios nacionales como riguroso y bien trabajado, y las declaraciones de la presidenta del Gobierno y del consejero de Educación reiteraban su apuesta estratégica por el doble objetivo previsto: garantía de salud y presencialidad. Pero el mes de agosto ha enturbiado el panorama. Las cifras de afectados en Navarra se han disparado, el clima con los docentes de la concertada se ha enrarecido y los sindicatos docentes muestran su malestar con los planes previstos. Aunque apenas quedan unas semanas, todavía estamos a tiempo de reconducir una situación nada fácil, y conseguirlo es tarea y responsabilidad de todos. Comenzando, lógicamente, por el gobierno de Navarra en su conjunto, no solo por el departamento de Educación. No entraré en la letra pequeña, para que los árboles no nos impidan ver el bosque. El objetivo es claro: un curso extraordinario requiere recursos extraordinarios, pero pocas inversiones veo más rentables en el ámbito social y económico, además del educativo, que un curso normalizado. Ni lo primero ni lo segundo resultan posibles sin lo tercero. Pero no solo es cuestión de recursos, con ser importante, sino que es imprescindible la implicación de todos los afectados. Dejando claro que el bien básico a proteger son los alumnos, y todo lo demás, por importante que sea, debe estar supeditado a esto. Ello supone implicación de los equipos directivos, hoy más esenciales que nunca; compromiso de los docentes, a quienes no han afectado los ERTES y los ERES como a otros sectores de la clase trabajadora, en una tarea de servicio público crucial para nuestra Comunidad; flexibilidad de los sindicatos, comprometidos con la mejora de las condiciones de trabajo del sector, pero sabedores de que la coyuntura es esencial en una negociación y que lo mejor es enemigo de lo bueno; y confianza en las familias que deben ver la vuelta al colegio y al aula presencial como un bien deseable y no como un peligro para sus hijos. Me alegra que estas líneas coincidan con un maratón de reuniones del consejero de Educación con buena parte de los sectores de la comunidad educativa: directores, familias y sindicatos. Si los contactos se rigen por los criterios de flexibilidad y consenso, soy optimista y creo que el curso puede desarrollarse, si no de forma totalmente satisfactoria, sí con razonable equilibrio entre la seguridad sanitaria y las necesidades educativas. Para conseguirlo, cabe demandar del gobierno liderazgo, transparencia e información clara y precisa, a fin de que la sociedad conozca los riesgos que asumimos, asuma los retos a los que nos enfrentamos y participe de una tarea que también es suya. Permítanme una última reflexión. Si todos los alumnos son importantes, hay algunos especialmente dignos de cuidado: los que tienen más carencias y necesidades básicas. Para ellos, la escuela presencial no solo es necesaria, es imprescindible. Y esto afecta por igual a las dos redes que componen nuestro sistema educativo, la pública y la concertada, ambas puestas al servicio de un objetivo común. Es un reto solidario añadido que la situación presente nos exige a todos. La pandemia ha puesto a prueba nuestro sistema sanitario. Ha resistido, pero también ha puesto de manifiesto las carencias de un sistema que creíamos robusto. De igual manera, el inicio del curso va a poner a prueba nuestro sistema educativo. También es sólido, pero el empuje de la crisis puede hacerlo tambalear. Echemos una mano entre todos, ayudemos a fortalecerlo y confiemos en que la evaluación sea positiva.