La clase política

Ayer se cumplió un año del funeral de Carlos Chivite, secretario general del PSN-PSOE y senador electo por Navarra. Todavía resuenan en mi interior los ecos de la impresionante manifestación de duelo del acto cívico-religioso, recogido con amplitud y profusión de detalles por este mismo medio. Prácticamente toda la clase política navarra y una nutrida representación de la española se hizo presente en el acto, acompañada por multitud de ciudadanos de a pie movidos por un mismo sentir general: era un hombre de convicciones y murió con las botas puestas.

Pero las grandes ocasiones pasan y volvemos al día a día. Y hay que reconocer que la imagen de la clase política, unas veces por deméritos propios y otras por culpas ajenas, no mejora, sino que sigue ocupando un bajo lugar en el listado de aprecio de la ciudadanía.

De entrada, hace falta una precisión: ¿qué entendemos por clase política? ¿Abarca desde el Presidente del Gobierno y los equipos ministeriales hasta el último concejal del municipio más pequeño de España? En puridad legal sí, dado que la llamada clase política incluye a todos aquellos que se dedican a la res publica y lo están tras procesos de elección popular y democrática directos o indirectos. Pero, en sentido más estricto, por clase política entendemos al grupo de ciudadanos que vive, y no mal por cierto, del presupuesto público y que ha hecho de esta actividad su forma ordinaria de vida. Y también aquí es oportuno realizar otra precisión: aunque todos son interinos por definición, los hay quienes tienen un trabajo profesional mejor o peor remunerado, y quienes han hecho de la política su profesión casi permanente, con los inconvenientes que esta situación plantea.

Como reflejo que son de la propia sociedad, conozco políticos buenos, malos y regulares. Los hay que pierden dinero, los menos, y quienes mejoran su situación anterior, los más. Quienes no se ganan el sueldo, algunos, quienes trabajan honradamente en su tarea, bastantes, y quienes se dejan la piel en el empeño, que no son pocos. Porque esta profesión tiene mucho de vocacional y el trabajo bien hecho, el servicio a los demás, e incluso la erótica del poder son acicates e incentivos a veces más importantes que el propio sueldo.

En todo caso, una razonable remuneración del cargo no es objetivamente mala, sino todo lo contrario. Recordemos que el periodo franquista no contemplaba este supuesto y eso llevaba aparejado una corrupción generalizada, a salvo de honradas actuaciones personales. Consecuencia de esta situación, hoy la clase política está en el punto de mira de la opinión pública y es objeto de un especial marcaje. Y esto es no es malo y así ha de ser apreciado por los interesados. Hemos afinado mucho en exigencia ética y democrática, y lo que en  otra época era inherente al poder, el abuso y la arbitrariedad, hoy es objeto de denuncia por medios de comunicación y opinión pública. Y no me refiero sólo a robos, prevaricaciones o cohechos, más o menos explícitos, sino a conductas no situadas en el ámbito de lo delictivo sino de lo ético: uso de medios de locomoción o gastos suntuarios excesivos, entre otros.

La sociedades democráticas altamente desarrolladas se caracterizan por un código ético cada vez más estricto y transparente. Con un principio de actuación implacable: quien la hace, la paga. Esto permite, además, que no paguen justos por pecadores. Los políticos no son presuntamente corruptos. Son, como el resto de la sociedad, ciudadanos honrados mientras no se demuestre lo contrario. Navarra, como sociedad avanzada y desarrollada que es, debe marcar también la pauta en este camino. Respeto a la persona y al trabajo, todo, tolerancia con las malas prácticas, ninguna.

                               

Diario de Navarra, 2/4/2009

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